Cumple un cuarto de siglo la aprobación de la soja transgénica resistente al glifosato que disparó el consumo de este agrotóxico cancerígeno
Por Alicia Alvado

Casos de cáncer que triplican la media, contaminación química del agua, deforestación, pérdida de biodiversidad de los territorios y empobrecimiento de sus comunidades son sólo algunas de las consecuencias del modelo de agronegocio que se terminó de instalar en el país hace 25 años, cuando el entonces secretario de Agricultura y actual canciller Felipe Solá firmó -entre gallos y medianoche- la resolución que autorizó el uso y comercialización de la soja transgénica resistente al glifosato.
“Esa resolución fue el puntapié inicial y el ingreso de manera explícita del modelo del agronegocio en la Argentina. Y en esto fuimos prácticamente pioneros en Latinoamérica”, dijo a Vertientes del Sur el abogado ambientalista Darío Ávila que representó a la querella en el primer juicio por envenenamiento por fumigación que terminó en condena en el país, el caso Barrio Ituzaingó Anexo en la ciudad de Córdoba.
“A partir de allí se aprobó una secuencia de nuevos eventos transgénicos, 23 de ellos sólo durante el kirchnerismo y los últimos ya son resistentes a tres diferentes tipos de agrotóxicos”, agregó.

Según describe el periodista especializado Patricio Eleisegui en su libro Envenenados, “el ingreso y posterior uso del glifosato en la Argentina fue autorizado en 1977 por el Senasa” y esta decisión fue refrendada en 1999 a través de otra resolución de la secretaría de Agricultura.
“En ambos casos, la aprobación se concretó sin que se hicieran pruebas de toxicidad en laboratorios nacionales”, afirma en el libro.
Además de los agrotóxicos, la segunda pata en la que se asienta este modelo de producción agrícola de corte extractivista, es la siembra directa que en territorio argentino se consolida también en los años ’90.
Pero el agronegocio no termina de imponerse hasta 1996, cuando Solá rubrica la Resolución 167 que autorizó “la producción y comercialización de la semilla y los productos y subproductos, provenientes de la soja tolerante al glifosato”, es decir, modificada genéticamente para resistir a este herbicida capaz de matar todas las demás plantas.

Según demostró el periodista, el aval estuvo basado en informes en inglés proporcionados por la propia multinacional Monsanto (hoy adquirida por Bayer) -la firma desarrolladora de este tipo de soja transgénica y también del glifosato, que ni siquiera fueron traducidos al español.
A partir de la resolución Solá, la superficie sembrada con soja se multiplicó en el país –pasando de 6 millones de hectáreas a las 17,2 millones de la última campaña 2019/2020-, pero mucho más se disparó el uso de este herbicida considerado “probable cancerígeno” por la OMS desde 2015: pasó de 38 millones de litros en 1990 a 500 millones de litros en 2021.
Dos son las principales razones del creciente consumo: ampliación de la frontera agrícola y las resistencias generadas por las malezas.

Según los fundamentos del Plan Nacional de Reducción de Agrotóxicos elaborado como propuesta los Médicos de Pueblos Fumigados y otras 16 organizaciones de defensa del medioambiente y la salud, “en 1996 se aplicaban tres litros de glifosato por hectárea y ahora para tener el mismo efecto se está fumigando con 10 o 12 litros, mezclado con 2 litros de otros herbicidas”.
“Desde el punto de vista de la salud ambiental y colectiva estos 25 años tuvieron un impacto muy grande porque claramente aumentó la morbimortalidad por cáncer y las malformaciones en todos los pueblos donde se cultivan los granos aprobados entonces, con lo cual para nosotros este aniversario muy doloroso”, dijo a Vertientes del Sur el pediatra, docente e investigador Medardo Ávila Vázquez de la organización Médicos de Pueblos Fumigados.
Autor de una investigación publicada en una revista científica que en 2015 demostró que en la localidad cordobesa de Monte Maíz los casos de cáncer triplicaban a la media nacional, Ávila destaca que además son “25 años de complicidad estatal” porque el Estado “es socio del agronegocio a través de las retenciones”.

Por su parte, el químico, doctor en ciencias exactas e investigador del Conicet Damián Marino asegura que el daño provocado por el glifosato y otros agrotóxicos este cuarto de siglo es tal que ya no bastaría con aplicar el “principio precautorio” sino que “tenemos que hablar de un proceso de restauración, porque hemos perdido biodiversidad, bosques, riqueza y calidad el suelo”.
“Si uno lo mira desde el punto de vista ambiental, tenés suelos con su sistema de depuración microbiológico destruido porque reciben mucho más de lo que pueden degradar no sólo de plaguicidas pseudo-persistentes como el glifosato, sino de muchos otras sustancias químicas que también producen pérdida de biodiversidad y contaminación de aguas superficiales”, dijo.
En virtud de esto, “hoy tenemos presencia de plaguicidas en agua, suelo y alimentos” tal como lo viene demostrando la evidencia científica acumulada durante estos años, parte de ella producida desde el Grupo de Química Ambiental y contaminación del Centro de Investigaciones del Medioambiente de la UNLP que dirige.

A su turno, el filósofo, doctor en ciencias biológicas e investigador del Conicet Guillermo Folguera aseguró a Vertientes que “la renuncia al principio precautorio” -es decir a la adopción de medidas protectoras ante las sospechas fundadas de que ciertos productos o tecnologías representen un riesgo grave para la salud pública o el medio ambiente sin que haya aún pruebas científicas definitivas- es “la novedad que a mí más me impresiona” de los años ’90, porque implicó “desarmar al Estado de cualquier mecanismo de reconocimiento sistemáticos de daños de sus políticas públicas”.
“Hay líneas de continuidad y discontinuidad: por un lado, Argentina nunca tuvo una reforma agraria y es un país que se conformó en términos contemporáneos como productor de comodities, es decir que ya tenemos una historia de altísima concentración de propiedad y uso de la tierra”, dijo Folguera que acaba de publicar el libro “La Ciencia sin freno” de descarga gratuita.

“Lo que uno reconoce a partir de la década del ‘90 y que el tema agro expresó como también la minería, es una consolidación del proyecto de la dictadura militar impulsado con los Chicago Boys de un estado eficientista hacia el negocio empresarial: que actúe sólo como un bálsamo de lo que provocan las empresas en los territorios y generando los cambios necesarios en sus engranajes para hacer posible” su desembarco, agregó.
Diez años después de la resolución de Solá, ya eran inocultables los efectos nocivos en la salud de las poblaciones expuestas directamente al glifosato y otros productos volcados en el suelo por fumigación aérea o terrestre (mosquitos).
Las poblaciones comenzaron entonces a movilizarse contra las asperciones de químicos y la instalación de nuevas plantas para la fabricación de agrotóxicos, y así fueron surgiendo asambleas vecinales y organizaciones como las Madres de Ituzaingó en Córdoba, los Médicos de Pueblos Fumigados a nivel nacional y Paren de Fumigar Escuelas en Entre Ríos.

Dos hitos muy importantes en los inicios de esta lucha fue la divulgación el estudio realizado por el ex titular del Conicet y jefe del Laboratorio de Embriología de la UBA Andrés Carrasco (1946-2014) que en 2009 demostró que el glifosato produce malformaciones y diferentes tipos de cánceres en embriones de ranas africanas; y la movilización de las Madres de Ituzaingó desde principios de los 2000 para denunciar que en entre los 5000 habitantes este barrio cordobés rodeado de campo, había 200 casos de cáncer.

Esta última denuncia tuvo como corolario en 2012 la primera condena en un juicio oral y público de un productor rural y su piloto del avión por “contaminación ambiental con peligro para la salud por uso de residuos peligrosos” (Ver recuadro) que fue confirmada por la Corte Suprema en 2017.
El impacto de esta movilización social fue tal que la presidenta Cristina Fernández se vio obligada a emitir el decreto 21/2009 para crear “una Comisión Nacional de Investigación sobre Agroquímicos” que arrojó resultados no concluyentes que dieron pie al entonces ministro Ciencia y Tecnología Lino Barañao para afirmar que “hay gente que se toma un vaso de glifosato para suicidarse y no le pasa nada”.
Pero la lucha recién estaba comenzando porque en 2010 se produce el Primer Encuentro Nacional de Médicos de Pueblos Fumigados, en 2012 la referente de las Madres de Ituzaingó Sofía Gatica recibe el Goldman Prize considerado el Nobel del medioambiente y en septiembre de 2013 comenzó el bloqueo para impedir la instalación de una planta de Monsanto en la localidad cordobesa de Malvinas Argentinas que se extendió por tres años, cuando la multinacional desistió de su proyecto.

La justicia también se hizo eco de la potencia de esta lucha y produjo otros fallos condenatorios además del de barrio Ituzaingó, como el que ordenó restringir las fumigaciones en la localidad santafesina de San Jorge (2011), la condena en segunda instancia por el homicidio de un niño de 4 años que murió por inhalación de agrotóxicos en Corrientes (2016) y la condena de un productor, su empresa de fumigación y su piloto por lesiones y contaminación ambiental en Entre Ríos (2017) al haber fumigado sobre una escuela rural en hora de clases (Ver recuadro).
Además de Carrasco y Gatica, otro gran referente de la lucha contra los agrotóxicos fue Fabián Tomasi (1966-2018), el ex trabajador rural entrerriano que durante los últimos 10 años de su vida fue testimonio viviente de lo que pueden hacer los agrotóxicos con un organismo por la "polineuropatía tóxica severa" que adquirió por la manipulación de estos venenos y que acabó con su vida a los 52 años.
“En estos 5 años hemos logrado que más de 400 pueblos hayan dictado ordenanzas o reglamentaciones que prohíben fumigar a menos de 500 a 1.500 metros de distancia de las viviendas, la circulación de mosquitos o los depósitos de agrotóxicos dentro de los pueblos; pero que además haya programas municipales de agroecología con muy buenos resultados”, explicó Medardo.
Por otro lado, el glifosato ya fue prohibido en al menos una docena de ciudades de Argentina, entre ellas Rosario y Paraná; una política que a nivel internacional ya adoptaron total o parcialmente países como Francia, Holanda e Italia.
Pero a pesar de que “esa lucha se viene dando y ganando a nivel local”, otra cosa muy distinta ocurre en el nivel provincial y nacional “donde el lobby del agronegocio es muy fuerte y sigue predominado esa mirada productivista”.
Uno de los últimos estudios dirigidos por Damián Marino demostró que ambos sistemas no pueden convivir porque “la agricultura convencional de base química afecta a la producción agroecológica a través de los suelos”.

“Pero como no vamos a salir de la matriz productiva de un día para otro y harán falta por lo menos los mismos 20 ó 30 años que nos llevó adoptarla, lo que no se puede demorar son las acciones para poner un freno al mercado de plaguicidas, que es el único que aumenta su volumen de venta año a año”, dijo.
“Creo además que hay que ir a una reclasificación de algunos plaguicidas y aplicar una política impositiva de asignar un crédito de determinado número de litros por año (de agrotóxicos), para que los productores los usen como quieren pero con unos límites precisos para que ya no se use indiscriminadamente”, agregó.
Por su parte, Folguera destacó que la sociedad sigue con “un grado de movilización muy alta” en torno al tema medioambiental “y una multiplicación de resistencias en cantidad y calidad en los territorios”, como lo demuestra en este momento el conflicto en Andalgalá.
“Estamos hablando de algo que empezó hace por lo menos 50 años, pero que tiene una vigencia y una resignificación actual muy marcada al punto que uno no imagino un retroceso porque, así como el tema de género, llegó para quedarse”.
A su turno, Medardo Ávila consideró que no obstante su vigencia, “el movimiento antiagrotóxicos ahora está en un cuello de botella” porque “está claro que los agrotóxicos son tóxicos y que hay que buscar otro modelo” pero para llevar la lucha de “un terreno más defensivo” a uno de mayor agencia política “necesitamos en Argentina una fuerza política (partidaria) ecologista” capaz de llevar representantes al Congreso, a los concejos deliberantes e intendencias.
“En Córdoba creamos el Movimiento Verde Cordobés que se estructura desde las asambleas y grupos que viene luchando en cada sección de la provincia. Y a nivel nacional vemos que la lucha contra la megaminería puede parar a Chubut o Mendoza, pero necesitamos más que eso, necesitamos tener diputados, legisladores, concejales, intendentes que muestren que se puede hacer otra política, que se puede cultivar de otra manera, tener leyes ambientales y sociales que sean justas”, dijo.
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